Hace algún tiempo a mi marido se le ocurrió que visitáramos una suerte de mercado de las pulgas, dedicado al mueble.
Entre objetos horribles, descansaban joyas de la ebanistería, mesas, sillones de los mejores estilos y de los más nobles robles. Espejos inmensos en los que alguna vez se miró una dama que usaba guantes, sombrilla y polisón.
Resumiendo: en ese gran cambalache era cuestión de saber mirar.
Y justamente, en un sector de lo más deslucido, un patio donde se apiñaban muebles de jardín, vi unas sillas de metal pintadas de verde que parecían llamarme.
Me detuve junto a ellas, fascinada.
Mi marido, a quien le duele en el bolsillo esos embelesos míos, se anticipó
- No pienso comprar cosas en las que luego haya que gastar el doble del costo en restaurarlas.
- Es que esas sillas son de la Bauhaus, clavado… Son hermosas....-
- Ni que salieran de las manos de Da Vinci, están estropeadas por la pintura con que las recubrieron.-
Me alejé de ellas, pero no por mucho rato. Una y otra vez volvía, y mi “querido esposo”, para no desmentir su condición de hombre me acompañaba protestando.
- Ya tenemos muebles de jardín. Esas sillas tiene un aspecto viejo-.
No entendía como justamente él, que tiene un gusto exquisito para la decoración, no veía la joya debajo de esa pintura espeluznante.
- Esas sillas son famosas.- Recalcaba yo, tratando de recordar el nombre, sabía que eran emblemáticas.
Como mi memoria se resistía, me acerqué a la vendedora, la mujer no tenía la más remota idea de lo que ofrecía. Nos pidió mil doscientos pesos por las sillas, que iban con una mesita. Si en algún momento, pasó por la cabeza de mi “media naranja” comprarlas, a la vista de ese adefesio que las acompañaba, desistió de manera irrevocable.
Por mi parte tuve que reconocer, que así, sin poder determinarle el estilo, podían estar caras.
Pero, siguieron en mi cabeza, fuimos a almorzar, y en cada bocado que me llevaba a la boca, me encandilaban flashes de la Bauhaus, y con cada trago, esa sensación de estar bebiendo arena, que tenemos cuando está en la punta de la lengua, algo que se nos niega a develarse.
Llegada a casa entré a Internet. Y en un dos por tres se resolvió el misterio.
Se trataba de las sillas del gran Harry Bertoia, esas de las que se dijo: “Si miras a estas sillas, están hechas principalmente de aire, como las esculturas. El espacio pasa a través de ellas”.
Allí, mi marido sintió que había hecho una macana. Pero ya era tarde.
Una silla Bertoia, de encontrarse en remate, cuesta la mitad de lo que nos pedían por las cuatro. Y, lo central, más allá del precio, son una obra de arte.
En fin, el que las pintó de verde, no tenía la más remota idea de lo que hacía… y, yo sí sé que hubieran quedado estupendas en mi jardín.
Lo que me pregunto, es porqué los hombres confiarán tan poco en la certera intuición de sus mujeres…