Había una mujer muy devota, que cada día asistía a los oficios de su culto.
Ni una sola vez, a lo largo de años y años, había faltado a uno solo.
En el camino entre su casa y la iglesia, jóvenes, niños, viejos necesitados, se le acercaban para pedirle un pan, una moneda, una palabra amable, pero como ella iba con la cabeza puesta en los temas importantes, o sea en el cumplimiento de una asistencia perfecta a los servicios religiosos, apenas les escuchaba y los dejaba con la mano tendida, rogándole auxilio al vacío, impaciente con quienes osaban importunarla de sus deberes.
Un domingo, al acercarse al templo observó preocupada que las puertas estaban cerradas. Subió corriendo las escaleras y empujó los enormes portones de madera. No se movieron, intentó de nuevo empleando toda su fuerza. Pero las puertas continuaban inmóviles, comprendió que estaban cerradas por dentro.
Desconcertada, sintiéndose en culpa por no asistir por primera vez a las obligaciones del culto , alzó los ojos al cielo y vio que en la puerta había un cartelito escrito en papel. Lo tomó entre sus manos, esperanzada de que le indicara otra forma de entrar, y leyó:
- Estoy ahí afuera. Firmado: Dios.
Ana